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El derecho del consumidor: ¿un superderecho? Integración y ponderación en un plenario complejo

EL DERECHO 244-168. Autor: Enrique J. Perriaux en colaboración con el Dr. Leandro Barusso.

 I. Introducción:

En virtud de las diversas interpretaciones de las salas que la componen, la Cámara Nacional en lo Comercial se autoconvocó a plenario a fin de resolver la siguiente cuestión:

 «En las ejecuciones de títulos cambiarios dirigidas contra deudores residentes fuera de la jurisdicción del tribunal:   «1. ¿Cabe inferir de la sola calidad de las partes que subyace una relación de consumo en los términos previstos en la ley 24.240 de Defensa del Consumidor, prescindiendo de la naturaleza cambiaria del título en ejecución?  

 «2. En caso afirmativo: ¿Corresponde declarar de oficio la incompetencia territorial del tribunal con fundamento en lo dispuesto en el art. 36 de la Ley de Defensa del Consumidor?».

La respuesta afirmativa dada por el plenario a esta cuestión con fecha 29-6-11 nos lleva a plantearnos, por un lado, cuál es el alcance del derecho del consumidor, cuáles son sus potencialidades y cuáles sus limitaciones.

Por otro lado, analizaremos el mismo en el convencimiento de que, ante los conflictos y antinomias normativas que le dan origen, difícilmente superables mediante los criterios tradicionales de conflicto entre reglas, los jueces han debido recurrir a una interpretación armonizadora basada en principios jurídicos.

II. La crisis de crecimiento del derecho del consumidor

Desde el famoso discurso de Kennedy de 1962, en el que expresara que «todos somos consumidores», la disciplina ha conocido un crecimiento vertiginoso, tanto en el derecho comparado como en nuestro país.

La sanción de la ley 24.240 y la casi simultánea reforma de la Constitución Nacional incorporando, a través de su nuevo art. 42, al consumidor y sus derechos en la Carta Magna han contribuido al sostenido desarrollo de esta novel rama del derecho.

Se ha escrito mucho sobre la importancia y trascendencia del derecho del consumidor, así como sobre las ventajas que representa para una protección más amplia y eficaz respecto de la parte más débil en la relación de consumo.  

Ahora bien, nos preocupa que esta presurosa evolución no implique que la lógica e inevitable «crisis de crecimiento» por la que atraviesa y continuará atravesando la materia desemboque en efectos que puedan desnaturalizar sus fines. Sobre esta inquietud queremos centrar la primera parte de este trabajo.

El derecho laboral, materia afín en cuanto ambas tienden a la protección de la parte débil, en cuanto ambas tienen como piedra fundamental el principio del favor debilis, ha conocido un movimiento extremadamente pendular del cual el derecho del consumidor debería intentar extraer las adecuadas enseñanzas(1).

Nacido como una necesidad imperiosa de protección de la clase trabajadora, hasta ese momento desamparada, el derecho laboral fue conociendo diversos extremos. En nuestro medio, de un régimen proteccionista -en el cual se hacía lugar, al lado de legítimos reclamos, a las más absurdas peticiones judiciales-, se incursionó luego en un sistema rígidamente capitalista, en el que solo imperaban las leyes del mercado, y en el cual muchas veces no eran debidamente atendidas las necesidades del trabajador.

Se llega así al régimen actual, en el cual el péndulo ha tocado nuevamente el otro extremo. En primer lugar, el asistencialismo vigente dificulta promover la cultura del trabajo. Por otro lado, en virtud de una legislación carente de una lógica sistémica, la cantidad de multas y recargos de los cuales es pasible un empleador ha provocado que la indemnización por despido haya aumentado exponencialmente en los últimos años.

El principio protectorio aplicado en forma tan extrema no puede sino redundar en perjuicio del trabajador. Es tan riguroso el amparo al mismo, pretendiendo contemplar todos los ámbitos de su vida, aun aquellos no estrictamente relacionados con su trabajo, que los empleadores deben efectuar una cuidadosa evaluación antes de contratar nuevos trabajadores.  

III. Ubicación del derecho del consumidor en el ordenamiento jurídico

A lo largo del meduloso plenario se atribuyen a la ley de defensa del consumidor (LDC) algunos caracteres respecto de los cuales estimamos necesario formular ciertas precisiones.

Señala un voto en tal sentido que se trataría de «una norma de derecho federal». Sin embargo, la Corte Suprema de la Nación ha interpretado invariablemente que la LDC es una norma de derecho común.

Ha expresado al respecto que la misma «fue sancionada por el Congreso de la Nación, dentro de las facultades que le otorga el art. 75, inc. 12 de la Constitución Nacional (…) En consecuencia, estimo que dicha norma integra el derecho común, toda vez que resulta complementaria de los preceptos contenidos en los códigos Civil y de Comercio, por lo que, tal como lo establece el art. 75, inc. 12 no altera las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a los tribunales federales o provinciales, según las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones»(2).

En el mismo sentido se han pronunciado, entre otros, el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires(3) y la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal(4).  

Por otro lado, ha sostenido algún magistrado que el carácter infraconstitucional de la LDC convierte a la «protección del consumidor en un nuevo principio general del derecho». Ahora bien, el hecho de que la LDC sea considerada por algunos como reglamentaria del art. 42 de la CN no implica inferir que la misma pase a revestir un carácter tal que le permita dejar de lado principios de otras ramas del derecho.

Si, como se ha visto, las normas de la LDC revisten carácter de derecho común, no se vislumbra razón alguna para otorgarles, prima facie, preeminencia sobre las normas de los Códigos Civil y Comercial, también contemplados por la Constitución en su art. 75, inc. 12. Decidir, en caso de conflicto, qué norma debe prevalecer sobre otra, requiere de suma prudencia y el empleo de una sana hermenéutica de parte del juzgador.

Ha recordado la Corte Suprema que la interpretación de una norma, como operación lógica jurídica, consiste en verificar su sentido, de modo que se le dé pleno efecto a la intención del legislador, computando los preceptos de manera que armonicen con el ordenamiento jurídico restante y con los principios y garantías de la Constitución Nacional, pues es principio de hermenéutica jurídica que debe preferirse la interpretación que favorezca y no la que dificulte los fines perseguidos por la legislación que alcance el punto debatido.

En lo que atañe a nuestra materia, tal armonización resulta viable, en tanto se entienda que la finalidad de la ley 24.240 consiste en la debida tutela y protección del consumidor o el usuario, que a modo de purificador legal integra sus normas con las de todo el orden jurídico, de manera que se impone una interpretación que no produzca un conflicto internormativo, ni malogre o controvierta los derechos y garantías que, en tal sentido, consagra el art. 42 de la CN(5).

Sostiene Gelli que, dado que cuando una norma otorga derechos a una persona recorta, en la misma medida, las facultades de otra, la protección constitucional de consumidores y usuarios debe ser compatible con los demás derechos declarados y con los principios y valores de la Constitución.

Continúa la autora señalando que el principio que favorece al consumidor en caso de duda sobre la interpretación de los principios de la ley o del contrato (arts. 3º y 37, LDC) deriva de la ley reglamentaria y no expresamente de la Constitución. De ese modo, aquel principio legal deberá intepretarse armónicamente con las restantes disposiciones constitucionales (…) Cabe a las autoridades legislativas y judiciales armonizar los diversos intereses en juego, a fin de no anular, por exceso en la protección, los derechos que se reconocieron en la Constitución(6).

Jean Calais-Auloy y Franz Steinmetz, referentes obligados de la doctrina francesa en esta materia, han sostenido al respecto que «no debe considerarse al derecho del consumidor como un derecho autónomo. Las reglas generales del derecho civil, del derecho penal, del derecho administrativo continúan siendo aplicables. El derecho del consumidor solo aporta, en el ámbito que le es propio, reglas particulares que trascienden las divisiones tradicionales»(7).

El voto de la minoría es vehemente sobre este punto al expresar que «so pretexto de la sola invocación del derecho del consumidor, se tendería a constituir una especie de ’’superderecho’’ al margen de las relaciones económicas, posponiendo las estructuras jurídicas que gobiernan el derecho privado en sus diversas ramas -contratos, títulos de crédito, seguros, etc.- con la sola y alegada presunción de abusos y desmesuras (…) Al atribuir ligeramente a relaciones que no resultan debidamente configuradas como de consumo el carácter de tales, aplicando indiscriminadamente a estas últimas la alegada ’’protección del consumidor’’, lejos de favorecer, puede llegarse incluso a perjudicar a aquellos a quienes se intenta proteger».

En el mismo sentido, ha expresado Gelli que la evaluación de los costos y beneficios de la normativa implicada puede constituir un criterio de análisis adecuado para estimar la razonabilidad de las disposiciones eventualmente cuestionadas. En el examen de los costos cabe medir el impacto que una irrazonable -por excesiva- protección puede provocar en el sistema de precios, afectando a quienes se pretende proteger(8).

Resulta constante la preocupación de la jurisprudencia y de la doctrina en recalcar que una protección desmesurada puede redundar en perjuicio de aquellos que deberían ser los primeros beneficiarios de un régimen tutelar bien instrumentado.

A fin de evitar este efecto nocivo se debe extremar, por un lado, el sano esfuerzo hermenéutico recordado por la Corte Suprema(9), de modo que la interpretación resultante no provoque una pugna entre diversas normas, vaciando de contenido los principios consagrados por el art. 42 de la CN.  

Por el otro lado, cabe subrayar la gran responsabilidad que cabe al Poder Legislativo en la materia, responsabilidad que expresamente la Constitución pone a su cargo a través de los párrafos segundo y tercero de su art. 42. Un ejemplo de adecuado ejercicio de dicho deber es el proyecto de ley citado en el plenario(10), a través del cual se propone la modificación del art. 4º del cód. procesal civil y comercial de la Nación, de modo de permitir la declaración oficiosa de la incompetencia territorial cuando medie una relación de consumo.

IV. Los conflictos normativos subyacentes a un «caso difícil»

Los antecedentes contradictorios que han llevado a la unificación plenaria en el fallo comentado están motivados por la existencia de antinomias o contradicciones normativas entre disposiciones legales de distintos órdenes.

Por más que en los distintos votos se intenta superar la controversia mediante criterios de supremacía legal, a nuestro parecer algunas de estas antinomias no tienen fácil resolución dentro del plexo legal vigente. Por ello, interpretamos que los jueces han debido recurrir -legítimamente- a una interpretación integradora basada en los distintos «principios» jurídicos que confluyen en la cuestión y a la ponderación de su importancia en las situaciones de hecho delimitadas en el plenario.

La primera antinomia o tensión normativa que podemos identificar se da entre, por un lado, la regla del art. 36 de la LDC (texto según la reforma de la ley 26.361) y, por el otro, las que surgen de los arts. 1º, 2º y 5º, inc. 3º, del cód. procesal civil y comercial de la Nación.  

La primera establece que el tribunal con competencia territorial para entender en el conocimiento de los litigios relativos a contratos regulados por ese artículo (o sea las «operaciones financieras para consumo y en las de crédito para el consumo») es el correspondiente al domicilio real del consumidor, «siendo nulo cualquier pacto en contrario».

Por el contrario, los arts. 1º y 2º del cód. procesal civil y comercial de la Nación admiten la prórroga expresa o tácita de la competencia territorial en asuntos exclusivamente patrimoniales, y el art. 5º, inc. 3º dispone reglas para determinar competencia territorial en acciones personales que no coinciden con la norma de la LDC.

La segunda antinomia se suscita cuando se intenta conciliar la referida regla del art. 36 de la LDC con las normas sustanciales que establecen la abstracción cambiaria (art. 212, cód. de comercio), y asimismo con las normas de carácter procesal que impiden en el juicio ejecutivo la discusión sobre la legitimidad de la causa (art. 544, inc. 4º, cód. procesal civil y comercial de la Nación).

Finalmente, también existe una discordancia entre el carácter de orden público que postula la regla de competencia del art. 36 de la LDC y la prohibición que el art. 4º, párr. 3º, del cód. procesal civil y comercial de la Nación le impone al juez para declararse incompetente de oficio en el plano territorial en los asuntos exclusivamente patrimoniales.

En algunos de los votos se advierte que estos conflictos normativos se han intentado superar postulando una primacía de las reglas de la ley 24.240 sobre las otras reglas en conflicto, ya sea predicando una prelación fundada en el criterio jerárquico, o en los criterios de ley especial o ley posterior.

Uno de los argumentos esgrimidos sostiene que la primacía de la LDC surgiría de su carácter de ley federal o de ley general dictada en cumplimiento o ejercicio de la constitución, y que en tal carácter los jueces deberían aplicarla preferentemente por sobre las leyes del derecho común, según lo prescripto por los arts. 31 de la CN y el orden de prelación que establece el art. 21 de la ley 48(11).  

A nuestro juicio, esta primacía fundada en el carácter de «norma superior» no surge en forma manifiesta del derecho vigente como lo han pretendido los proponentes de este criterio.

Ya sea en el caso de las normas del Código de Comercio que regulan la abstracción cambiaria como en el de la LDC, en todos los casos se trata de leyes dictadas por el Congreso de la Nación.

El concepto de «leyes federales» o «especiales» del Congreso ha sido caracterizado como de difícil conceptualización genérica(12). Es un concepto de «textura abierta» y sus contornos han sido delineados por la jurisprudencia de la Corte Suprema de la Nación. En los casos «centrales» o paradigmáticos en que se usa el concepto, el mismo refiere a normas de derecho público o institucional tales como las leyes de inmigración, aduanas, electorales, comunicaciones, etcétera.

Con respecto a la LDC, como apuntamos precedentemente, la Corte Suprema se ha pronunciado expresamente sobre su carácter de derecho común, entendiendo que ha sido sancionada en ejercicio de las facultades delegadas por el art. 75, inc. 12, de la CN(13).  

Por ello, la supremacía basada en un presunto carácter de ley federal o especial no resulta sostenible.

En su voto, el Dr. Heredia sostiene que toda vez que la LDC es reglamentaria de los derechos del consumidor a los que se refiere el art. 42 de la CN se trata de una ley general de carácter constitucional dictada por el Congreso de la Nación en cumplimiento o ejercicio de la Constitución misma y de allí provendría su rango superior y primacía sobre la legislación de derecho común.

Si bien es indiscutible que la LDC reglamenta al menos parcialmente la garantía tuitiva que el art. 42 de la CN consagra a favor de los consumidores y usuarios de bienes y servicios, no resulta evidente que esta calidad le otorgue una supremacía legal sobre otras leyes del Congreso, a no ser que estas violenten alguna de las garantías consagradas en dicho artículo.

La relación que la LDC guarda con el art. 42 de la CN es similar a la que la ley 20.744 de Contrato de Trabajo guarda con respecto al art. 14 bis de la Carta Magna.  

Si bien el carácter de orden público de las disposiciones de la Ley de Contrato de Trabajo impone su prevalencia ante ciertas normas del derecho privado basadas en la autonomía de la voluntad (por ejemplo, las normas del Código Civil acerca de la locación de servicios), la misma Constitución Nacional asigna carácter de derecho común a esta legislación (art. 75, inc. 12) y no se le reconoce una supremacía abstracta con respecto a otras normativas del derecho común.  

Por ejemplo, la Ley de Concursos y Quiebras establece la imposibilidad de ejecutar individualmente los créditos emergentes de la relación laboral, o el sometimiento de los créditos laborales al proceso de verificación del mismo modo que lo hace con acreencias de otras categorías. En estos casos nadie sostiene con respecto a las situaciones previstas por el régimen falencial que las normas de la ley 24.522 -ley especial- hayan sido derogadas por la LCT, a pesar de que impone importantes restricciones a los derechos que surgen del régimen laboral.

Un tercer argumento alude al carácter de orden público de las disposiciones de la LDC, carácter expresamente aludido en el art. 65 de ese cuerpo legal. Se afirma en este sentido que la LDC no conforma un cuerpo completo de normas, sino de reglas de excepción de las de derecho común y que, por lo tanto, el régimen de derecho que surge de la LDC importa no sólo complementar sino también derogar las normas de las otras ramas jurídicas que se apliquen a la relación de consumo que concretamente se considere.

Estas consideraciones son válidas, toda vez que la intervención del legislador en las relaciones de consumo tiene como objetivo restablecer el equilibrio contractual en una negociación en la cual el consumidor se encuentra en una situación de vulnerabilidad y el Estado regula lo que el contrato debería ser en orden a una real autonomía de voluntad, estableciendo un minimun inderogable que deben respetar las partes.

Con base en este argumento, la primera antinomia antes planteada podría ser superada, considerando que dándose el caso de una relación de consumo quedaría vedada la posibilidad de una cláusula de prórroga de la jurisdicción, con lo cual sin derogar las reglas que surgen de los arts. 1º y 2º del CPCC éstas reconocerían una excepción cuando de «operaciones financieras para consumo» o de «crédito para el consumo» se tratare.

No obstante, el problema con el cual han lidiado los jueces de la Cámara Comercial es justamente que en los casos que motivan el plenario, no existe certeza sobre la presencia de la relación de consumo.  

Ello en razón de tratarse de ejecuciones de títulos cambiarios, los que resultan exigibles con prescindencia de la relación fundamental o negocio común que le sirve de causa para su libramiento, y en atención a los principios de literalidad, autonomía y abstracción que son característicos de los mismos.

 Entendemos acertada la opinión del Dr. Kölliker Frers cuando menciona que la abstracción cambiaria no es óbice para considerar la existencia de una relación de consumo, cuando esta relación surge del tenor literal del documento, o sea del título mismo.

En este caso, según menciona el magistrado, cabe reconocer «virtualidad en el plano cartáceo a todas aquellas expresiones que las partes de la relación cartular han querido volcar dentro del cuerpo del documento, en la medida que la interpretación de las respectivas manifestaciones causales se encuentre sustentada en el tenor literal del título mismo y siempre que no requiera una hermenéutica incompatible con las limitaciones cognoscitivas propias de la ejecución cambiaria»(14).

El problema se presenta entonces cuando la relación de consumo no surge del tenor literal del documento.  

En ese caso, como paso previo e indispensable para considerar aplicables las disposiciones de la LDC, hay que determinar si hay una relación de consumo como causa de la emisión del título.  

Es en esta situación donde nos encontramos con la segunda antinomia, es decir, la existente entre las normas sustanciales y procesales que inhiben la investigación del negocio causal y la normativa de la LDC que, por el contrario, se basa en una relación jurídica causal y relativiza el valor de las formas instrumentales que esta adopta.

En este caso parece más difícil la superación de la tensión entre ambos regímenes con base en los criterios tradicionales para dirimir conflictos entre reglas.

En efecto, descartado por las razones antes expuestas que la LDC tenga una primacía abstracta fundada en un rango superior sobre las reglas del Código de Comercio y de la legislación cambiaria, habría que analizar si esa preeminencia surge de los otros criterios.

 Si el criterio aplicable fuera el de la «ley especial», resulta que si la situación fáctica a considerar es el ejercicio de la acción cambiaria derivada de un pagaré o algún otro título valor, entonces la ley especial sería la legislación que regula los títulos de crédito (el decreto-ley 5965/63, la ley de cheques 24.452 o la que corresponda a otros títulos cambiarios y el art. 212 del cód. de comercio), debiendo concluirse en consecuencia que la restricción a las defensas causales que estas normas establecen es válida.

Sin embargo, estimamos que las disposiciones de la legislación cambiaria no constituyen el principal óbice a la indagación causal, ya que como ha sido consignado en distintos votos el art. 18 del decreto-ley 5965/63 autorizaría, interpretado a contrario sensu, la consideración de defensas relativas a la causa entre el librador y el beneficiario o tomador.

Consideramos, en cambio, que el principal obstáculo a la indagación causal es la regulación procesal del juicio ejecutivo, en cuanto impide la discusión sobre la legitimidad de la causa (art. 544, inc. 4º, cód. procesal civil y comercial de la Nación).

En algunos votos del plenario en análisis se ha argumentado que la legislación sustancial debe prevalecer sobre las normas adjetivas, por tratarse éstas de normas locales que no pueden restringir la aplicación de una ley nacional(15).

Estamos de acuerdo con un «formalismo valorativo» como el que defiende, entre otros, el procesalista brasileño Alvaro de Oliveira(16), según el cual debe primar una interpretación finalista de las formas procesales para que sean apreciadas conforme a su finalidad y guiada por las líneas maestras del sistema constitucional, sus garantías y principios.

No obstante, no debemos olvidar que justamente porque detrás del respeto a las normas adjetivas están los principios constitucionales del debido proceso, las formas procesales no son disponibles para las partes, pero tampoco lo son para el juez. Le está vedado a los jueces crear o alterar reglas de procedimiento, por más imperfectas o insatisfactorias que sean las vigentes, porque tal proceder pondría en juego el principio de legalidad, que es uno de los fundamentos del Estado democrático.  

En la normativa del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación el juicio ejecutivo está estructurado como un proceso de conocimiento abreviado, en el cual las únicas defensas oponibles son las enumeradas taxativamente en el art. 544 del cód. procesal civil y comercial de la Nación. La prohibición de oponer defensas relativas a la causa que establece el inc. 4º de esa norma es el eje o pilar del sistema, y su razón es que el ejecutado puede discutir las cuestiones relativas a la causa del título en un juicio de conocimiento posterior.

 Vulnerar este principio con excepciones basadas en la calidad de las partes, aunque la excepción provenga del derecho sustancial, desnaturalizaría totalmente el proceso y sus objetivos de celeridad y seguridad jurídica.

Los distintos procesos consagrados en la legislación adjetiva constituyen sistemas con una coherencia interna que está dada por sus objetivos. Si se pretende accionar por el proceso ejecutivo, debe adoptarse en bloque la estructura del mismo, de la misma manera que si pretende participar de un juego, deben respetarse sin excepción las reglas que lo definen, pues las mismas conforman un sistema.

V. Legitimidad del recurso a los principios jurídicos

 Los argumentos precedentes, lejos de pretender zanjar la cuestión mediante argumentos definitivos o de criticar la solución adoptada por el plenario, han tenido por el contrario un objetivo más acotado y si se quiere, preliminar.  

Este ha sido el de poner en evidencia que los conflictos normativos analizados no permiten ser dirimidos con los criterios tradicionales del conflicto entre reglas, o sea los criterios «cronológico» (la norma posterior prevalece sobre la anterior), «jerárquico» (la de rango superior sobre la de rango inferior), o «de especialidad» (la norma general es desplazada por la especial).

Por esta razón caracterizamos la materia del plenario como un «caso difícil» en el sentido iusfilosófico de esta expresión(17), o sea como aquel en el cual las reglas positivas no ofrecen una solución inequívoca, situación que a nuestro juicio habilita al juzgador a buscar una solución en el terreno de los «principios jurídicos», «directrices» o «estándares» involucrados.

Se considera que la ratio decidendi del fallo puede analizarse en estos términos, aunque solo en algunos pasajes este modo de argumentar se hace explícito.  

Previo al análisis en términos de principios, es necesario destacar algunas diferencias entre el concepto de «principios» y el de «reglas» a los fines de nuestro análisis.

En este sentido corresponde poner de resalto que, contrariamente a las reglas, los principios no son aplicables a la manera de «todo o nada» porque a diferencia de las reglas no establecen condiciones que hagan necesaria su aplicación. Enuncian una razón para decidir en un determinado sentido sin obligar a una decisión particular. Pueden también concurrir con otros principios que den una razón para decidir en sentido contrario. Un principio admite contraejemplos, sin que los mismos vayan en detrimento de su validez.

 En caso de conflicto, o más propiamente de la «tensión» entre dos principios competitivos en la situación concreta, no existe una regla o un tercer principio que decida cuál debería prevalecer.

 Es por ello que el conflicto entre principios se resuelve por el «peso» o «importancia» relativos de ellos en la situación decisional del caso concreto. Esta operación racional se denomina «juicio de ponderación», y por medio de la misma se compara la importancia de los bienes jurídicos protegidos, y si se justifica en la situación concreta un determinado grado de restricción de uno para privilegiar a otro.

Aunque excedería el ámbito de este trabajo su explicación, mencionaremos que para nuestro análisis seguiremos los lineamientos de la «fórmula del peso», una formalización del razonamiento de ponderación elaborada por el iusfilósofo Robert Alexy(18), que persigue explicitar las variables en juego y efectuar un «cálculo» con pretensiones de objetividad.

Alexy considera que el núcleo de esta operación consiste en una relación que denomina «ley de la ponderación» y que se puede formular de esta manera: «Cuando mayor sea el grado de no satisfacción o restricción de uno de los principios, tanto mayor deberá ser el grado de importancia de la satisfacción del otro»(19).

VI. Los principios involucrados en la materia del plenario y las reglas de la ponderación

El principio o garantía involucrado en la regla de competencia del art. 36 de la LDC es indudablemente el acceso a la jurisdicción por parte de los consumidores.  

Este principio, con carácter de «mandato de optimización»(20), insta a maximizar la posibilidad de efectiva tutela del derecho de defensa en juicio y una de las soluciones inspiradas en el mismo es favorecer la competencia territorial más próxima al domicilio del consumidor, evitando que el proveedor, en el caso una entidad financiera, lo obligue a incurrir en gastos y traslados que desalienten o imposibiliten el efectivo ejercicio de esa defensa.

Los otros principios competitivos en el caso son, por un lado, el principio de abstracción cambiaria, y, por el otro, el principio de abstracción procesal, principios que no son equivalentes, pese a que se superponen cuando el título que reúne las calidades de título ejecutivo según la legislación procesal es simultáneamente un documento cambiario(21).

El principio de abstracción cambiaria es un medio jurídico-técnico que cumple la función económica de facilitar las necesidades del tráfico y de la circulación, proporcionando valores de certeza y seguridad que coadyuvan al desenvolvimiento, multiplicación y realización eficaz del crédito(22).

El principio de abstracción procesal implica una presunción de certeza de aquellos instrumentos a los cuales la ley otorga carácter de título ejecutivo.

El peso o importancia relativa de un principio admite dos dimensiones: un peso abstracto que es la importancia de un principio o garantía sin relación a un caso concreto y un peso concreto que está dado por su aplicabilidad a una situación fáctica determinada. Para Alexy, la posibilidad de comparar el peso abstracto de un principio está dada por la comparabilidad de su significado para la Constitución.

En lo que respecta a las variables en análisis, es evidente que la garantía de acceso a la justicia de los consumidores ostenta un mayor peso abstracto que los principios de abstracción cambiaria y procesal, ya que se erige como una garantía de carácter constitucional al estar consagrado en el art. 42 de la CN, asimilable a un derecho fundamental, mientras los restantes, aunque tienen un carácter técnico-instrumental de vital importancia para el desarrollo del crédito y el comercio, no reconocen un contenido de justicia intrínseca como ocurre con los derechos fundamentales.

En relación con el peso en el caso concreto, es menester definir si el grado de importancia de la satisfacción de un principio justifica el grado de restricción o no satisfacción del otro.

 Para graduar la importancia de la satisfacción del principio de acceso a la justicia, hay que considerar que si la regla de competencia (art. 36 de la LDC) no se aplicara, ello implicaría una restricción a tal principio pero no al punto de su total desplazamiento.  

En efecto, el proceso en extraña jurisdicción dificulta el ejercicio de la defensa en juicio, pero no la impide, porque sigue existiendo un debido proceso judicial en el cual podría ejercerla.

Estimamos, entonces, que la no aplicación de la regla del art. 36 de la LDC importaría una afectación de grado moderado de ese principio.

 Si para satisfacer este principio fuera indispensable afectar en un grado de gravedad los de abstracción cambiaria o procesal, entendemos que la decisión no aparecería justificada, como ocurriría en el caso de que se permitiera al consumidor oponer todo tipo de defensas derivadas del negocio causal.

En tal caso, para evitar una restricción moderada al acceso a la justicia se estaría desplazando totalmente la vigencia del principio de abstracción. En este sentido, compartimos el voto del Dr. Gerardo G. Vasallo cuando al analizar esta posibilidad manifiesta: «De abrirse esta caja de Pandora que representan las defensas causales en una acción cambiaria ejecutiva, no podrá garantizarse ni la circulación ni el sumario recupero del crédito, lo cual alejará a los actores del sistema financiero de esta herramienta varias veces centenaria, pero aún largamente vigente o, cuanto menos los llevará a encarecer los mutuos por tener mayores costos en las eventuales ejecuciones».

En cambio, parece plausible una restricción leve de la abstracción que no implique su total desplazamiento, como ocurre si la posibilidad de indagar la relación causal se limita al exclusivo fin de determinar la competencia territorial, pues ello no afecta la vigencia de la abstracción en los demás aspectos sustanciales y procesales.

Aparece entonces justificada la indagación judicial sobre la existencia de una relación de consumo como causa del título, si la misma se encuentra limitada al exclusivo fin de determinar la competencia.

VII. Consecuencias y límites del criterio adoptado. Las zonas grises del plenario

Teniendo en cuenta el criterio adoptado en el párrafo precedente, consideramos entonces en primer término que resulta procedente la oposición de una excepción de incompetencia por parte del ejecutado (art. 544, inc. 1º, cód. procesal civil y comercial de la Nación) fundada en la existencia de una relación de consumo, y que en consecuencia debería admitirse el aporte de prueba documental de su parte a los fines de acreditar tal relación.

Sin embargo, tal documentación relativa a la relación causal no podría ser utilizada para fundar una excepción que implique la discusión de la legitimidad de la causa. Consideramos que no podría, por ejemplo, el ejecutado plantear la inhabilidad del título cartular porque el contrato de crédito para consumo no cumplió con las diversas exigencias del art. 36 de la LDC (incs. a] a h]), aunque la LDC así lo dispone.

En segundo término, también correspondería, como ha decidido el plenario, que el juez declare de oficio tal incompetencia en aquellos supuestos en los cuales la relación de consumo aparezca como manifiesta, y en tal caso -excepcional- dejar de lado la prohibición del art. 4º, párr. 3º, del cód. procesal civil y comercial de la Nación.